Hace dos días que andamos sobre el armazón del planeta, olvidados de la historia y hasta de las oscuras migraciones de las eras sin crónica. Lentamente, subiendo siempre, navegando tramos de torrentes entre una cascada y otra cascada, caños quietos entre un salto y otro salto, obligados a izar las barcas al compás de salomas de peldaño en peldaño, hemos alcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Mesetas. Lavadas de su vestidura - cuando la tuvieran - por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda, reducidas a la grandiosa elementalidad de una geometría telúrica. Son los monumentos primeros que se alzaron sobre la corteza terrestre, cuando aún no hubiera ojos que pudiera contemplarlos, y su misma vejez, su abolengo impar, les confiere una misma majestad. Los hay que parecen inmensos cilindros de bronce, pirámides truncas, largos cristalos de cuarzo parados entre las aguas. Los hay, más abiertos en la cima que en la base, todos agrietados de alveólos, como gigantescas madréporas. Las hay que tienen una misteriosa solemnidad de Puertas de Algo - de algo desconocido y terrible - a que deben conducir esos túneles que se ahondan en sus flancos, a cien palmos sobre nuestras cabezas. Cada meseta se presenta con una morfología propia, hecha de aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o quebrados. La que no se adorna de un obelisco encarnado, de una farellón de basalto, tiene una terraza flanqueante, se recorta en biseles, afila sus ángulos, o se corona de extraños cipos que semejan figuras en procesión. De pronto, rompiendo con esa severidad de lo creado, algún arabesco de la piedra, alguna fantasía geológica, se confabula con el agua para poner un poco de movimiento en este país de lo inconmovible. Es, allá, una montaña de granito casi rojo, que suelta siete cascadas amarillas por el almenaje de una cornisa cimera. Es un río que se arroja al vacío y se deshace en arcoiris sobre la cuesta jalonada de árboles petrificada. Las espumas de un torrente bullen bajo enormes arcos naturales, acrecidos por ecos atronadores, antes de dividirse y caer en una sucesión de estanques que se derraman unos en otros. Se adivina que arriba, en las cumbres, en el escalonamiento de las últimas planicies lunares, hay lagos vecinos de las nubes que guardan Abajo, en los grandes ríos sus aguas vírgenes en soledades nunca holladas por una planta humana. Hay escarchas en el amanecer, fondos helados, orillas opalescentes, y honduras que se llenan de noche antes del crepúsculo. Hay monolitos parados en el borde de las cimas, agujas, signos, hendiduras que respiran sus nieblas; peñascos rugosos, que son como coágulos de lava - meteoritas, acaso, caídas de otro planeta. No hablamos. Nos sentimos sobrecogidos ante el fausto de las magnas obras, ante la pluralidad de los perfiles, el alcance de las sombras, la inmensidad de las explanadas. Nos vemos como intrusos, prestos a ser arrojados de un dominio vedado. Lo que se abre ante nuestro ojos es el mundo anterior al hombre. Abajo, en los grandes ríos, quedaron los saurios monstruosos, las anacondas, los peces con tetas, los laulaus cabezones, los escualos de agua dulce, los gimnotos y lepidosirenas, que todavía cargan con su estampa de animales prehistóricos, legado de las dragonadas del terciario. Aquí, aunque algo huya bajo los helechos arborescentes, aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes. Acaban de apartarse las aguas, aparecida es la Seca, hecha es la yerba verde, y, por primera vez, se prueban las lumbreras que habrían de señorear en el día y en la noche. Estamos en el mundo del génesis, al fin del cuarto día de la creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador - la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo.
martes, 16 de junio de 2009
El mito de los orígenes y los orígenes del mito
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1 comentario:
Soberbios los pasos y soberbio el siglo de las luces..
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