La respuesta natural a la incertidumbre es el miedo. Al encontrarnos vulnerables nuestro cerebro inmediatamente activa arcaicos sistemas de alarma y nos ponemos hipervigilantes e inquietos, preparados para lo peor.
Así ocurre cuando nos vemos afectados por enfermedades, sobretodo si desconocemos su naturaleza y pronóstico. La primera pregunta es siempre la misma, ¿Es grave? Dependiendo de la respuesta nos preparamos. La mayoría de las veces la enfermedad se transforma en un quiebre biográfico, nos obliga a adaptarnos a ella. Esto puede ser algo tan simple como faltar al trabajo debido a un resfrío o tan complejo como cambiar nuestro estilo de vida por una enfermedad crónica. Cada uno de estos cambios lleva aparejado una crisis que rara vez va más allá del ámbito personal o familiar.
Algo distinto ocurre cuando la enfermedad es altamente contagiosa y se transforma en una pandemia. Ahora el fenómeno de enfermar es social y la vulnerabilidad se generaliza. El peligro está latente, y peor aún, está en el otro. No en un animal de criadero, sino en nuestro vecino, amigo, hermano. Es en este momento cuando se desata el pánico colectivo y el miedo se vuelve exponencial. La única forma de volver a la tranquilidad es recurrir a los sistemas de control social que, paradójicamente, es en estos momentos cuando más débiles se ven.
A medida que la enfermedad va avanzando, se desata el caos informativo. Las respuestas erráticas de las autoridades no dan el ancho, la prensa multiplica los números, se contradice y finalmente se instala la confusión. Hay quienes aclaman que esto es un castigo divino y organizan sendas ceremonias de expiación, otros tratan de revelar la eterna conspiración global. De paso se deja entrever la humanidad misma, con toda su bondad y todo su egoísmo. Siempre transcurre igual, primero la incredulidad, luego la extrañeza y posteriormente el miedo. Si la enfermedad es grave, la humanidad sufre el descalabro social de una pandemia, pero si no lo es, el evento se transforma en un episodio más de pánico inducido por el terrorismo científico.
La historia no es nueva, la han contado varias veces, pero la hemos olvidado, tal como olvidamos lo que no nos gusta. Está guardada en varios textos del botiquín literario, ninguno de medicina. Albert Camus la escribió en “La Peste”, el drama absurdo de una ciudad arrasada por una enfermedad altamente letal, y José Saramago nos la contó en “Ensayo sobre la ceguera”, el extraño relato de una ceguera contagiosa. Ambos libros narran lo mismo, la desesperada conducta humana frente a la pandemia, pero desde ópticas distintas. Camus se esfuerza en mostrarnos la bondad inherente a la humanidad y Saramago, por el contrario, nos revela como en situaciones límites caemos en la malicia y el egoísmo.
“Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan”. La peste, Albert Camus
"Horas y despierto, lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba que no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo quería que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas palabras pensó, La luz del día, sabiendo que no iba a verla. Realmente, un oftalmólogo ciego no serviría mucho, pero tenía que informar a las autoridades sanitarias, avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraba en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida." Ensayo sobre la ceguera, José Saramago
Así ocurre cuando nos vemos afectados por enfermedades, sobretodo si desconocemos su naturaleza y pronóstico. La primera pregunta es siempre la misma, ¿Es grave? Dependiendo de la respuesta nos preparamos. La mayoría de las veces la enfermedad se transforma en un quiebre biográfico, nos obliga a adaptarnos a ella. Esto puede ser algo tan simple como faltar al trabajo debido a un resfrío o tan complejo como cambiar nuestro estilo de vida por una enfermedad crónica. Cada uno de estos cambios lleva aparejado una crisis que rara vez va más allá del ámbito personal o familiar.
Algo distinto ocurre cuando la enfermedad es altamente contagiosa y se transforma en una pandemia. Ahora el fenómeno de enfermar es social y la vulnerabilidad se generaliza. El peligro está latente, y peor aún, está en el otro. No en un animal de criadero, sino en nuestro vecino, amigo, hermano. Es en este momento cuando se desata el pánico colectivo y el miedo se vuelve exponencial. La única forma de volver a la tranquilidad es recurrir a los sistemas de control social que, paradójicamente, es en estos momentos cuando más débiles se ven.
A medida que la enfermedad va avanzando, se desata el caos informativo. Las respuestas erráticas de las autoridades no dan el ancho, la prensa multiplica los números, se contradice y finalmente se instala la confusión. Hay quienes aclaman que esto es un castigo divino y organizan sendas ceremonias de expiación, otros tratan de revelar la eterna conspiración global. De paso se deja entrever la humanidad misma, con toda su bondad y todo su egoísmo. Siempre transcurre igual, primero la incredulidad, luego la extrañeza y posteriormente el miedo. Si la enfermedad es grave, la humanidad sufre el descalabro social de una pandemia, pero si no lo es, el evento se transforma en un episodio más de pánico inducido por el terrorismo científico.
La historia no es nueva, la han contado varias veces, pero la hemos olvidado, tal como olvidamos lo que no nos gusta. Está guardada en varios textos del botiquín literario, ninguno de medicina. Albert Camus la escribió en “La Peste”, el drama absurdo de una ciudad arrasada por una enfermedad altamente letal, y José Saramago nos la contó en “Ensayo sobre la ceguera”, el extraño relato de una ceguera contagiosa. Ambos libros narran lo mismo, la desesperada conducta humana frente a la pandemia, pero desde ópticas distintas. Camus se esfuerza en mostrarnos la bondad inherente a la humanidad y Saramago, por el contrario, nos revela como en situaciones límites caemos en la malicia y el egoísmo.
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“Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan”. La peste, Albert Camus
"Horas y despierto, lo poco que consiguió dormir fue por puro agotamiento. Deseaba que no terminara la noche para no tener que anunciar, él, cuyo oficio era curar los males de los ojos ajenos, Estoy ciego, pero al mismo tiempo quería que llegase rápidamente la luz del día, con estas exactas palabras pensó, La luz del día, sabiendo que no iba a verla. Realmente, un oftalmólogo ciego no serviría mucho, pero tenía que informar a las autoridades sanitarias, avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, nada más y nada menos que un tipo de ceguera desconocido hasta ahora, con todo el aspecto de ser muy contagioso y que, por lo visto, se manifestaba sin previa existencia de patologías anteriores de carácter inflamatorio, infeccioso o degenerativo, como pudo comprobar en el ciego que había ido a verle al consultorio, o como en su mismo caso se confirmaría, una miopía leve, un leve astigmatismo, todo tan ligero que de momento había decidido no usar lentes correctoras. Ojos que habían dejado de ver, ojos que estaban totalmente ciegos, pero que se encontraba en perfecto estado, sin la menor lesión, reciente o antigua, de origen o adquirida." Ensayo sobre la ceguera, José Saramago
3 comentarios:
Un gran aoporte a la confusión reinante
Gracias Jorge or tu comentario acerca del texto MAletín antigripal publicado en El Sur.
En publicación anterior encontrarás algo referido a los libros.
Saludos
Los médicos colaboramos en crear el caldo de cultivo para que emerja el terrorismo científico del que habla Gabriel. La atmósfera contiene una capa que descuidamos: la infosfera. Puede que debamos incluirla en nuestra preocupación por el resto de las capas (ozono y demás).
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