viernes, 17 de abril de 2009

Por qué un estudiante de medicina tiene que leer Morfina de Mijail Bulgakov

Imagen vía Photobucket

Medicina y literatura se cruzan continuamente. Alejándose de la sintética y funcional escritura hospitalaria, algunos doctores aficionados a las letras son capaces de transformar su realidad y plasmarla en una prosa de gran valor literario. Es que, sin duda, el estar continuamente relacionado con acontecimientos humanos tan intensos como la enfermedad, la muerte y el nacimiento de una nueva vida es terreno fecundo para quien desea crear.

Entre los grandes maestros que lograr convergir la medicina y la literatura se encuentra Mijaíl Bulgakov, un escritor ruso, que conserva la tradición y el genio de sus compatriotas escritores. El autor estudió medicina en la Universidad de Kiev, graduándose en 1916. De sus primeros años de trabajo en un precario hospital rural, Bulgakov, reunió una serie de anécdotas y experiencias en su diario de vida llamado "Notas de un médico jóven", el cual finalmente dió origen al libro "Morfina". Escritas en primera persona, el autor muestra a un nóvel doctor, aficionado al cuestionamiento neurótico de sus habilidades profesionales, solo e inseguro frente a grandes dificultades como partos complicados y amputaciones traumáticas, pero con el valor suficiente como para llevarlas a buen puerto, la mayoría de las veces. También revela como el protagonista se propone combatir la ignorancia de la gente, las que llama tinieblas egipcias, con el fin de mejorar la salud de su pueblo azotado por la sífilis. Es la historia de un personaje heroico que se dedica hasta al cansancio a su profesión.

Sin duda, un libro interesante y representativo, para quienes recién comenzamos esto de la medicina. De muestra les dejo un botón...

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Cuando me presentaba ante alguien, invariablemente debía decir:
-Soy el doctor tal.
Y todos, ineludiblemente, arqueaban las cejas y preguntaban:
-¿De verdad? Hubiera creído que era usted un estudiante todavía.
-No, ya he terminado la carrera - respondía con aire hosco, y pensaba "Lo que necesito es un par de gafas". Pero no tenía para qué usar gafas, ya que mis ojos estaban sanos y su claridad aún no había sido enturbiada por la experiencia de la vida. Al no tener la posibilidad de defenderme de las eternas sonrisas condescendientes y cariñosas con ayuda de gafas, traté de desarrollar unos hábitos especiales, que inspiraran respeto. Procuraba hablar pausadamente y con autoridad, intentaba controlar los movimientos bruscos, trataba de no correr - como corren los estudiantes de veintitrés años que apenas han terminado la universidad -, sino de caminar. Transcurridos muchos años, ahora comprendo que todo eso me daba, en realidad, bastante mal.

La toalla del gallo rojo. Página 11

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Se acercaba la noche y yo comenzaba a acostumbrarme. "No tengo la culpa de nada - pensaba de manera insistente y atormentadora - tengo un diploma con quince sobresalientes. Yo les había advertido en la ciudad que quería venir como segundo médico. Pero no. Ellos sonrieron y dijeron: "Ya se acostumbrará." Vaya con el "ya se acostumbrará". ¿Y si llega alguien con una hernia? Decidme. ¿Cómo me voy a acostumbrar a ella? Pero, sobretodo, ¿Cómo va a sentirse el herniado en mis manos? Se acostumbrará, si, pero en el otro mundo (en ese momento una sensación de frío me recorrió la columna vertebral)...
> ¿Y si aparece un caso de peritonitis? ¡Já! ¿Y la difteria que suelen padecer los campesinos? Pero... ¿Cuándo es necesario practicar una traqueotomía? Tampoco me irá muy bien sin la traqueotomía... ¿Y... y... los partos? ¡Había olvidado los partos! ¡Las posiciones incorrectas! ¿Qué voy a hacer? ¡Ah, que persona tan irresponsable soy! Nunca debí haber aceptado este distrito. No debí haberlo aceptado. Se hubieran podido conseguir algún Leopold...

La toalla del gallo rojo. Página 14

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La recepción ya estaba toda iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de venticuatro años que había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskie.
El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en los brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. "Morirá dentro de una hora", pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente...

La garganta de acero. Página 28

1 comentario:

Daniela Figari dijo...

Hasta hace algunos años, solía leer alrededor de 5 libros por mes. Mi memoria guarda todas sus sensaciones, aunque no siempre sus historias o finales.

Hay un montón de libros que aún no leo, toda una biblioteca!
Pero sin duda, agregaré Morfina a la lista.

Muchas gracias!